
Mi padre hubiera cumplido, hoy, ochenta y siete años, pero hace casi veinte que se murió, víctima de una gripe que la falta de un pulmón convirtió en mortal.
El pulmón lo perdió en la Batalla del Ebro, cuando aún no había cumplido los veinte.
Cuando estalló la Guerra Civil, mi padre, había ido a examinarse a Madrid de 1º de Arquitectura. Sus amigos le hicieron una fiesta de despedida (por aquel entonces no eran muchos los que se embarcaban en ese tipo de aventuras) y uno de ellos le regaló esta caricatura, que encontré entre sus papeles, y que conservo, como tantas cosas suyas (dibujos, guiones de radio, críticas musicales, el borrador de una novela nunca terminada...), como un tesoro.
La Guerra Civil pasó una cruel factura a mi padre (y nos la ha pasado a nosotros, su familia), no sólo porque lo privó de su juventud (como le ocurrió a tantas personas en este país), sino porque le arrebató la posibilidad de ver crecer a su nieta; de conocer a su nieto; de comprobar que la familia que había formado con mi madre se ha mantenido unida, tal y como él soñaba, y, sobre todo, de ver como ha crecido en nosotros, sus hijos e hijas, la semilla que sembró con su ejemplo.
Mi padre fue un hombre callado, bueno, amable, cariñoso, honrado, leal y honesto, que prefirió mostrarnos el camino con sus actos, en vez de reprimir nuestras conductas, o castigarnos, cuando no nos portábamos bien. Disculpó nuestros errores, nos apoyó cuando lo necesitamos, reconoció nuestros logros, y, sobre todo, dejó que cada cual eligiera su camino, aunque no coincidiera con lo que a él le hubiera gustado.
Hoy, casi veinte años después de su muerte, aún lo echo de menos.
Hoy, casi veinte años después de su muerte, aún lo echo de menos.