lunes, noviembre 01, 2010

La vida recurrente de los misterios culinarios

Resulta que las cecé o-¡oh!, que diría el ínclito Urdaci (sí, sí, emperatriz, ayer me tragué, tumbada en la seshlón, “Felipe y Letizia”) de la Enseñanza de Murcia, contrataron a la mi Marcelilla para que diera una sesión en un curso sobre lo suyo y, por supuestísimo, me ofrecía a acompañarla.
A mí, es nombrarme Murcia y salir disparada. Uno, porque es el lugar de residencia de mi amiga del alma y la niñez, y aprovecho la mínima oportunidad para disfrutar de su compañía, y de la de las amistades que tengo allí y, dos porque ahora, a mayores, también me permite reencontrarme con el mi Cañón del Colorado, alias Calvin.
Como es de suponer, nos instalamos en casa de la mi amiga y su esposo que, desde aquí lo digo, aparte de ser una de las personas más generosas que conozco, maneja la barbacoa con la maestría de un profesional. Y luego, ¡lo recoge todo y lo deja como los chorros!

Después de pasar el trámite de la charla de la mi Marcelilla, que estuvo en un tris de morir de éxito, para variar, y del madrugón (no van y le ponen la sesión a las 09:00), que fue de órdago, porque nos habíamos acostado a las 03:30 a. m., nos fuimos para casa, dispuestas a degustar el soberbio menú con el que nos iba a obsequiar el Rey de la Barbacoa, gamba roja y chuletitas de cabrito, a nosotras tres, Calvin, Marcelilla y yo, y otras seis personas más, en total once.
La comida discurría en un ambiente festivo, a la par que distendido, cuando, de pronto, surgió, de nuevo, el misterioso asunto de la tortilla de merluza, que ya, hace dos años, en situación similar, a punto estuvo de crear un cisma entre mis amistades murcianas. De nuevo volvieron a cruzarse las acusaciones, en un intento infructuoso por averiguar quien había sido la afortunada que se la había trincado, con la mi amiga del alma y la niñez, y yo. De nuevo se alzaron las voces acusadoras, esta vez contra Y., que hasta admitió haber sido ella, agobiada por las presionas a las que la sometió C., en un intento de hacerle confesar lo inconfesable. De nuevo se abrieron las viejas heridas, que estuvieron a punto de infectarse cuando Calvin, inconsciente de las consecuencias de su declaración, dijo:
—Yo también la he probado.
—¡Túúúúúúúú! —exclamaron varias voces al unísono, dirigiéndome, al tiempo, miradas cargadas de reproche.
—Es que hice 1300 kms para probarla… —se justificó Calvin.
—Yo, ni tengo la receta —se quejó A.— Nadie ha sido capaz de darme la dirección del blog…
—Pues a mí todavía no me la ha hecho —terció Marcelilla.
Sus palabras tuvieron el efecto de un bálsamo (¡Ah!, bueno, oyes, si Marcela, que también es íntima, no la ha probado…), y pudimos seguir mordisqueando las chuletitas de cabrito, y poniéndonos ciegas con los postres, sin que la sangre llegara al río (Segura).
Hasta nos fuimos a cenar, y todo, previa siesta reparadora, como si nada hubiera ocurrido.
Nuestra estancia en la capital murciana concluyó felizmente, tras una larga noche, en la que la mi Marcelilla volvió a solazarse con un gin-tonic, como la anterior, aderezado con los limones del limonero de la mi amiga, y un desayuno de lujo, que nos tomamos en el porche, a 29,8 ºC, antes de volver a nuestras latitudes, donde nos esperaban 8ºC y una lluvia pertinaz.
Eso sí, ayer, no me quedó por más que hacerle a la mi Marcelilla la tortilla de merluza que acompañamos, en esta ocasión, con unas gulas (del Norte), unos tomates de mi propia cosecha y un exquisito Ribera del Duero.
Ahora bien, desde aquí os lo digo, queridas Y, A y C, de este verano (D. m.) no pasa que os haga la tortillina para nuestra Cena de Chicas. ¡Ea!
PD: A.,
aquí te dejo la receta, para que vayas practicando.
 
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