sábado, octubre 03, 2009

Tía E

La última vez que estuve con ella, a finales de agosto, me confesó que le había pedido a Dios, “esta vez muy en serio” que la llevara, pero “no me escucha, no me hace caso”. “Si quieres irte ya, vete, tía, y no tengas miedo —le dije—. Van a venir a buscarte, los abuelos, papá, tía L, tío C..., para acompañarte”. Hacía meses que me había dicho que ya no quería estar aquí, que ya no soportaba su vida, pero que tenía miedo a dar el paso. En aquella ocasión no supe qué decirle, por eso esta vez le di el argumento que pensé que necesitaba para dejar de aferrarse a este mundo.
Se quedó pensando y luego me repitió algo que había dicho muchas veces durante el último año: “Fueron santos”. Como si esa santidad le garantizara que, efectivamente, tenían poder suficiente

para venir desde el cielo para llevarla a su lado.

(24 de enero de 2009. Quiso celebrar este cumple, quizás porque sabía que no llegaría a celebrar los 100)
El día que se murió, lo primero que le dijo a mi hermana, que llegó muy temprano a su casa, alertada por la mujer que la cuidaba fue: “A la que encontré más desfigurada fue a mamá. Fíjate que casi no la reconocí”. Y luego, a otro de mis hermanos, mientras tomaba un café con leche, y UNA galleta: “¿Qué hace toda esa gente de pie? Que se sienten…”.
Pero no, a tía E no se le había ido la pinza, no se le fue en todo el día, no tuvo alucinaciones, como hace un año y pico, cuando creímos que le había llegado la hora, mantuvo la misma lucidez hasta que se durmió y dejó de respirar.
(Escena familiar en la playa de Gijón. 1968. Tía E, de pie, abrazando a mi hermana y a mi padre. Tía L, sentada, de negro, delante de mí)
Así que lo que quiero pensar es que vinieron a buscarla, para que no tuviera miedo durante el viaje (porque era muy miedosa, mucho), para reunirse con de nuevo con ella para siempre.
Tía E era, y lo seguirá siendo, una de mis titas del alma. Una de las pocas personas que me ha querido incondicionalmente. Una de las pocas personas que comprendió y disculpó los excesos de mi carácter y me los perdonó, sin pedirme, nunca, cuentas por ellos; que se alegró con mis éxitos, reconoció mis habilidades y siempre, siempre, tuvo una palabra amable y cariñosa para mí; que me atendió, cuidó y mimó desde que nací. Como quiso, atendió, cuidó y mimó a mi padre, su hermano pequeño, y a toda su familia.
(Rodiezmo 1964)
Soy consciente de que noventa y nueve son muchos años, demasiados, sobre todo para ella, que vivió los últimos dos confinada en una silla de ruedas, dependiendo, para TODO, de las mujeres que contratábamos para que la atendieran.
(Tía E en primer plano)
Soy consciente de que le sobraron esos dos últimos años, en los que se fue consumiendo, poco a poco, sin nadie a quien cuidar, sin poder tejer ni coser ni leer, ni levantarse de madrugada a tomar su cafetín con leche, viviendo para ese momento del día, que a veces ni se producía, en el que alguien de la familia llegaba a visitarla y la sacaba, aunque fuera por un instante, de la tristeza que suponía para ella tener que vivir con una extraña, sin nadie "de casa" que durmiera a su lado, que le preparara la comida como a ella le gustaba, que la quisiera, la atendiera y la mimara como ella había hecho mientras pudo.
Soy consciente de todo. Por eso no puedo evitar sentir una tristeza profunda, a pesar de que casi todas las veces que pienso en ella, que son muchas al cabo del día, me vengan a la cabeza recuerdos de los momentos más felices de mi niñez. De mi vida.
Me consuela que se haya ido en su casa, en su cama, como siempre deseó, rodeada de casi todas las personas a las que más quiso, y que estuvimos más cerca de ella durante los últimos años.
Me consuela saber que, tal y como le dije, vinieron a buscarla y que no tuvo que hacer ese último viaje sola.
 
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