sábado, abril 26, 2008

La vida controvertida de los fotogramas


Se conoce que Javier Ocaña y yo no hemos visto la misma película. No me ha de extrañar, siendo él un Crítico y yo una simple aficionaduca, de tres al cuarto, que ni siquiera llega a la categoría de cinéfila.
Es lo que tiene ser Crítico, que sueltas perlas como esta y te quedas tan pancho: "Cobardes, con el acoso escolar como núcleo central, es un discurso en toda regla; pero un discurso ramplón e intrascendente".
Entiendo que al conjunto de Críticos de El País les parezcan más trascendentes realizaciones como Spirit, con un plantel de Beldades, que diría el nuestro Firmin, de quitar el hipo: Scarlett Johanson, Eva Mendes y Paz Vega, mostrando generosamente sus anatomías, o Lars y una chica de verdad, a las que dedican cuatro artículos, dos a cada, en la edición de ayer, viernes.
Que yo no digo que Lars y una chica de verdad no sea una obra maestra, comparable a Tamaño natural, de Berlanga y Azcona, según Rocío Ayuso, que nos ofrece su crónica desde la mismísima LA; que yo no digo que Lars, según comenta la propia Ayuso, no sea "una especie de Quijote para el que no hay más verdad que la que él ve. ¡Y quién le va a negar que esas prostitutas no son princesas!", y mucho menos me atrevo a contradecir a Jordi Acosta cuando afirma que Lars, un "perfecto arquetipo de nuestro tiempo, adquiere una hiperrealista muñeca hinchable y la reformula: el fetiche sexual se convierte en sus manos en prótesis afectiva…" .
Lo que digo es que en la mierda de película que vio Javier Ocaña, yo vi una obra redonda.
Es cierto, Corbacho y Cruz no muestran Beldades lujuriosas, ni arquetipos de nuestro tiempo, ni fetiches sexuales, ni héroes dispuestos a combatir el crimen sin superpoderes ni pistola, ni siquiera las de culpa, y redención, y amor, que protagonizan Halle Berry y Benicio del Toro, en Cosas que perdimos en el fuego.
Corbacho y Cruz muestran otras historias. Historias en las que he podido reconocerme y reconocer los hilos que manejan las relaciones familiares, laborales, amistosas, de pareja...; historias presididas por el miedo, por las luchas de poder entre adultos, entre adultos y adolescentes, entre la propia adolescencia que, sí, Javier Ocaña, sí, reproduce nuestros modelos; historias de dolor y de impotencia, personalizadas en padres y madres que no tienen ni la menor idea de lo que les pasa a sus hijos por la cabeza, y mucho menos por la vida; historias de un profesorado incapaz de conectar con sus estudiantes, enrocado en una concepción trasnochada de la educación y, lo que es peor, de la Vida.
Historias de los cobardes que llevamos dentro.
Y hasta aquí puedo contar. Si os atrevéis, verla.

miércoles, abril 23, 2008

La vida festiva de los acontecimientos





















No recuerdo cuándo aprendí a leer, pero sí que lo cogí con ganas, como se puede apreciar en estos documentos gráficos que aporto como prueba.
Leía todo lo que caía en mis manos: cuentos, tebeos (de aquella todavía no se llamaban cómics), revistas, el Reader’s Digest, que coleccionaba mi padre, las Vidas Ejemplares, de la mi prima, sus novelas, las novelas de mi madre, los libros que comprábamos el mi hermano L. y yo, a medias, los que nos compraba mi padre, los que intercambiábamos con las amistades…
Devoraba, uno tras otro, sin transición, sin orden ni concierto, sin método, sin medida. Sin un atisbo de visión crítica.
Pasaba de Enid Blyton, a Verne,y de ahí a Twain, Stevenson, Dickens, Conrad…, para volver a Blyton, Saville (el de El club del Pino Solitario), Martín Vigil, Christie, Salgari, y de ahí a Sagan, Somerset Smaughan, Hemingway, Buck… Vamos, lo que me echaran.
Y, claro, ese vicio impenitente, me llevó a la ruina. Primero a la académica, luego, ya, con el tiempo, a otro tipo de ruina.
Por culpa de mi adicción (¡qué malas son todas, las adicciones!) fui fracaso escolar. Suspendía a diestro y siniestro, entre otras cosas, porque, aparte de devorar libro tras libro, conjuraba el aburrimiento que me producían las clases escribiendo, desde la última fila, a la que me relegaba la inicial de mi apellido, novelitas que eran un trasunto fiel de lo que estuviera leyendo en aquel momento. Si hasta tuve que repetir un curso, 4º de bachillerato (hoy, 2º de ESO) y todo.
Como ya de pequeña era bovarista, vivía dentro, para, por, según, sobre, tras, lo que estuviera leyendo. Y me lo creía todo, todo. Es decir, que fui construyendo mi identidad sobre la visión del mundo que me ofrecía mi caótico abordaje de la lectura. Y, lo que es peor, ese mundo ficticio alimentó mi imaginación, de por sí desbordante, y me hizo albergar ciertas expectativas sobre el mundo, las personas, el amor, las relaciones..., incluso las cosas. Expectativas ficticias, por supuesto.
Si hubiera contado con una visión más crítica no me hubiera creído a pies juntillas todo lo que me contaban los libros (aderezado convenientemente por lo que veía en el cine, y más tarde también en la tele) y ahora no tendría que pasarme el día deconstruyendo mi identidad para librarla de tanto estereotipo y tanta mandanga como me tragué.
Por eso, por lo de la visión crítica, por lo de ofrecer otra interpretación del mundo, de los sentimientos, de las personas, quiero dedicar esta entrada, del Día del Libro, a Adela Turín que, con sus cuentos, ofrece a nuestra infancia la posibilidad de poner en solfa lo que yo no tuve la oportunidad ni de vislumbrar.
¡Va por ti, Adela!

(Portada de Una feliz catástrofe, de Adela Turín)

 
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