martes, octubre 06, 2009

La vida variopinta de los fotogramas

Resulta que mi madre vino a pasar conmigo los quince primeros días de septiembre, porque como mi padre tenía la buena costumbre de hacernos veranear tres meses, desde finales de junio hasta principios de octubre, convencido de que estábamos mucho mejor en el campo, o la playa, que en la ciudad, a ella le ha quedado esa cosa y no le gusta volver a Oviedo tan pronto.
(La que suscribe, el primogénito -yo soy la mayor, él el primogénito- y lamirmana en la playa de La Arena. 1958)
Después de la muerte de mi padre (hace, ya, veintidós años), yo, como buena mujer y hermana mayor que soy, soltera y lesbiana, para más INRI (que es lo que tenemos las lesbianas, que nuestras parejas no cuentan a la hora de contabilizar en los planes del resto de la prole con obligaciones matrimoniales lícitas), di en hacerme cargo de mi madre durante los veranos. Al principio no me importó. Tenía, yo, mucha vida, y mucha pandilla, en el pueblo costero en el que veraneamos, y mi madre era mucho más independiente que ahora.
Aunque mis días de crápula pandillera se acabaron hace unas cuantas temporada veraniegas y mi madre se hizo más totalmente dependiente, mis cuatro hermanos y hermana dan por hecho, sin que yo me moleste en contradecir sus ideas, que la madre sigue siendo cosa mía durante los meses estivales. Total, que como ya no me quedo con ella en la playa, porque mi madre es mucha madre, y cuando se siente fuerte le sale un complejo de Capitana Generala de Armada que pa qué las prisas, pues me la traigo a casa. Algo que ella agradece en el alma, consciente de que el resto de su prole pasa de ella en quinta, y como, a mayores, la trato como a una reina, pasamos los mejores días del año juntas, entre otras cosas porque se olvida de su complejo de almiranta y se convierte en una grumete bien dispuesta.
Todos estos prolegómenos para contaros que como le coincidieron aquí dos viernes, se fue al cine con nosotras.
Dada su afición a la comedia romántica, el primero elegimos, en su honor, ¿Qué les pasa a los hombres? No gasto ni media línea en comentarla.
(Con el concepto que tiene el género masculino de la idiosincrasia femenina no hemos de extrañarnos de nada de lo que ocurre en el mundo. Lo que más me extraña a mí es que semejante plantel de actrices y actores se prestaran a participar en semejante mierda)
El segundo, como todo el mundo decía que en el Mapa de los sonidos de Tokio había escenas de sexo muy fuertes, nos decantamos por Gordos, por aquello no herir la sensibilidad de mi anciana progenitora.

¡Cagüenmimáquina, con la peliculita, oyes! Aparte de la verborrea narrativa del director, que convierte la película, con pretensiones de coral, en un coro desafinado, no recuerdo otra peli con más que escenas de sexo a lo tonto lo bailo, y palabras soeces (polla, joder, follar, dar pol culo, comer el coño, y un largo etcétera) por fotograma cuadrado. Menos mal que mi madre, que encontró el film muy original, decidió taparse los ojos en las escenitas y luego ir a confesar que, a pesar de los pesares, le había gustado. A mí no.
Así que llegamos a Tokio dos semanas después de su estreno, con todas las crónicas y críticas leídas (desde Cannes). Simplifico el comentario: me aburrí casi toda la peli. A mayores: esta chica directora siempre me ha parecido pelín histriónica, a la par que superficial. Bueno, pues, para mí, lo que le suena en Tokio a Isabel Coixet es un reflejo de la imagen que tengo de ella: superficial y banal. Y un desperdicio de historia.
Ahora bien, como parece ser que la fidelidad cinematográfica tiene su recompensa, este viernes vimos El secreto de tus ojos. Eso sí que es una historia. Ése sí que es un guión. Esas sí que son interpretaciones-interpretaciones. Eso sí que es una película. Eso sí que es Cine, con mayúsculas.
(Atención, pregunta: ¿Hay alguna película en la que haya trabajado Ricardo Darín que no me haya gustado? Respuesta: No)
 
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