lunes, noviembre 15, 2010

La vida indecente de la realidad docente


S. corría en karts. Se le daba bien, tenía futuro. Ganó varios premios. También era un niño tranquilo, responsable y estudioso, al que las competiciones no le impedían presentar las tareas escolares en tiempo y forma.
Un buen día, el mundo de S. se vino abajo. Su madre, harta ya de estar harta, denunció a su marido. Se separaron, orden de alejamiento por medio. S. pasó a depender de sus abuelos maternos, su madre trabaja fuera de casa y no puede atenderlo.
S. tiene trece años y es un firme candidato a inquilino permanente del “Aula de convivencia”, vergonzante eufemismo para último invento de los institutos en el que aislar a los indeseables, vagos y maleantes que pueblan nuestras aulas. A estas alturas de curso, ya ha sido expulsado durante tres días por acumulación de amonestaciones (llegar tarde, no sacar la libreta, olvidarse la agenda, no hacer los deberes, fumar en el recinto...).
M. tiene trece años. Repite 1º de ESO. Es una niña violenta, a la que le cuesta muy poco trabajo levantar la mano, o lanzar una silla a quien le “vacile”. No hace los deberes. No estudia. No atiende en clase. Está a su bola. M. convivió con su hermana mayor, que tiene veintiséis, para ayudarla con su numerosa prole, mientras su marido entraba y salía de la cárcel, y la preñaba en cada salida, hasta hacerle ocho hijos. Hijos que, previo paso por las consiguientes instituciones, acaban de dar en adopción.
—Se los llevan todo, profe, todos, porque dicen que mi hermana no los puede atender —me dijo un día, que me la encontré llorando en el pasillo.
M lo va a suspender todo, esta evaluación. Si no fuera porque le ha caído en suerte una Tutora magnífica, M, también estaría condenada a ser inquilina permanente de la susodicha “Aula de convivencia”.
S y M son dos de los múltiples casos cuyas historias hielan la sangre. Hay más, muchas más.
Pero la preocupación de los equipos docentes sólo es una: no hacen los deberes. Y como no hacen los deberes, ni tienen hábitos de estudio y trabajo, y sus familias son de lo peorcito (“Este instituto debería llamarse Correccional de X, en vez de IES de X” —me comentó hace poco la orientadora), y “les importa un rábano la educación de sus hijos” (e hijas, añado), saldrán de esta institución pública, sostenida con dinero público, cuyo objetivo es minimizar las diferencias sociales, sin los cimientos de un futuro al que tienen derecho.
 
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