
Esta mañana he salido tempranito a buscar el periódico y a darle el primer paseo a estos dos. De camino hacia el parque me he tropezado con algunos de los habituales, "Paco", "Coqui", "Luna"..., acompañados por los maridos de sus dueñas, también con el periódico, y el pan.
Se conoce que a ninguno de ellos les hubiera apetecido salir, pero, claro, es domingo, y mientras la parienta prepara la paella, o la bolsa de la playa, no les ha quedado más remedio que abandonar el dolce far niente y hacerle los recados. Y no les gusta, oyes, no quieren. Aceptan, porque no les queda otra, pero no quieren. Prefieren quedarse en el sofá viendo las motos o tocándose los güevos, que diría Jesús Quesada, de Cámera Café, mientras ellas hacen las camas, limpian el baño, les preparan la ropa (que previamente han lavado, planchado y guardado en el armario), hacen la comida y dejan la cocina como un pincel, antes de arreglarse comilfó y salir al aperitivo, la playa, o lo que toque.
Pero como no les queda otra, salen malhumorados, arrastrando a los perros, dándoles órdenes imperiosas y tajantes, impidiéndoles relacionarse con sus semejantes, como tienen por costumbre cuando salen con su Mari, que ya dejó las faenas hechas antes de regalarse el paseo.
He observado la misma actitud en las parejas que salen al paseo dominguero con su prole: el gesto adusto, las manos en los bolsillos, o aferrándose al periódico, el reproche en la punta de la lengua, los improperios a las criaturas... Y ellas, monas de la muerte, tacones imposibles, temerosas, sumisas, un par de pasos por detrás, cargando con el cochecito, la bolsa, el juguete despreciado, no sabiendo qué hacer para que él no se despegue más que esos dos pasos, para que no siga increpándola, para que no les grite más a los chiquillos, que ya se encarga ella de gritarles para que el rey de la casa no le monte el enésimo pollo antes de comer.