viernes, abril 18, 2008

La vida mágica de las palabras


Dibujo obtenido de la Web de El País.
Resulta que la Universidad de Oviedo ha recibido las cinco toneladas del legado de Augusto Monterroso (congratuleisions an selebrisions). Al leer la noticia lo primero que se me vino a la cabeza fue una anécdota que protagonizó J., un alumno que tuve hace años en uno de los IES en los que he trabajado.
J. tenía, a la sazón, trece años y hacía 2º de ESO. Su madre, separada del padre del muchacho, trabajaba en la rula (DRAE.3. f. Ast. y Mál. Lonja de contratación del pescado) y J. se levantaba con ella, a las cinco de la mañana, para ayudarla y, de paso, ganarse unas pesetillas extra. Después de acabar en la rula, J. se daba una ducha y se iba al instituto. No era un buen alumno (aunque, como diría uno de mis más querido amigos, cualquier juez lo absolvería), pero era, y supongo que seguirá siendo, un paisano. Suspendía casi todo. De hecho, dudo que haya acabado los estudios obligatorios. Sin embargo, aquel año, J. aprobó Lengua Castellana y Literatura, mi asignatura, gracias, entre otras cosas, a su contribución en un proyecto común a todos los segundos.
Como actividad final del curso trabajamos en un proyecto sobre Ana Mª Matute, que titulamos "Reescribimos El Jorobado". Con nuestros cuentos editamos un libro que le enviamos, como regalo de cumpleaños a la escritora. Leímos muchos cuentos, aparte del volumen, Los niños tontos, en el que se incluía el que íbamos a reescribir: Cortazar, Monzó, Monterroso...
Excuso decir lo muchísimo que les sorprendió El dinosaurio, y el juego que nos dio en clase.
Cuando J. me enseñó su cuento, uno de los más cortos del volumen, me dijo: "Profe, no llego a lo de Monterroso, pero casi".
"Era un niño que estaba siempre muy apagado. Su aspecto dejaba mucho que desear porque no salía de la caravana. Su padre no lo dejaba salir porque al tener joroba se avergonzaba de él. Siempre hacía lo mismo para tenerlo contento, le llevaba comida cara y juguetes. Pero el niño sólo quería salir al teatro y hacer de guiñol para que los niños se rieran con él". J. G.
Sí, esta temporada echo mucho de menos el aula.

martes, abril 15, 2008

La vida mágica de las aulas


M. hace hace el inventario con la ayuda de D.
A M. y a D. les ha tocado hacer el inventario de la Frutería. Entre los dos han identificado las frutas y las verduras (M. no las conocía todas), las han clasificado, han contado las piezas y las han colocado en cestas diferentes. Luego, M. ha ido escribiendo los nombres y anotando las cantidades, con la colaboración de D., que le dictaba los nombres que no recordaba. Como no era la versión definitiva, la que compartirían con el resto del grupo, M. escribió las palabras como sabía, algunas ajustándose a la norma, otras según sus posibilidades. D. sólo lo ayudó cuando M. se lo pidió.
Al día siguiente, en el ordenador, pasaron la lista a limpio. Gracias al corrector ortográfico y al botón derecho del ratón, entre M. y D., dejaron el inventario de la Frutería niquelado.
Dos semanas después, M. fue capaz de recordar, sin tenerlas delante, los nombres de las frutas y verduras.
M. es gitano. Acaba de cumplir siete años. Es el mayor de seis hermanos. Su padre es alcohólico y violento. Asiste a un centro en el que el 98% del alumnado es gitano. El tiempo que pasa en el colegio es el único en el que alguien se ocupa de él, lo atiende y le da cariño. Es un niño nervioso y asustadizo, pero cuando trabaja con D., que también está con él cuando se ducha, los viernes, suele estar tranquilo y alegre. También se enfada por nada, se pelea con los compañeros, los insulta. Otras veces juega como cualquier niño de su edad.
Me gustaría que vierais la complicidad que hay entre M. y D., la cara de arrobo con la que M. mira a D.
Me gustaría que pudierais ver la sonrisa de M.
 
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