viernes, marzo 14, 2008

La vida exquisita de las palabras


Antes que yo, se han cebado en este cadáver exquisito, Onhenick, Blasfuemia, Marcela y Errante.
"Vive en aguas dulces y cálidas, se introduce en el cuerpo humano a través de la nariz y comienza a devorar el cerebro de su víctima hasta provocarle la muerte. El aumento de las muertes por culpa del Naegleria fowleri,un parásito microscópico y, hasta el momento, raro, está alarmando a las autoridades sanitarias estadounidenses. En el último año, el parásito ha matado a seis niños y jóvenes en Estados Unidos".
"Desde luego, era bastante improbable que hubiera estado expuesta, si podíamos exceptuar los chapuzones veraniegos en la piscina comunitaria. El agua de la piscina estaba cristalina y el socorrista, un muchacho musculoso y siempre dispuesto, solía repasar minuciosamente cada milímetro de los azulejos con un pequeño cepillo por las tardes. En el pantano o el río jamás. Sólo probó una vez a bañarse en el río, si es un río esa balsa alargada que bordea los pueblos cercanos, porque los ríos son corrientes de agua, y ese agua no corre, como nada de por aquí. Tuvo que ser en la piscina, sí, no hay otra manera. Seguro que esa infantil manía suya de dar volteretas dentro del agua le facilitó el camino, le dió el impulso necesario para subir sin esfuerzo por sus fosas nasales y alojarse en el cerebro. Porque desde que leyó la noticia a una columna en la sección de curiosidades científicas del periódico, tuvo claro que era eso lo que le pasaba: tenía una ameba viviendo en su cerebro.(Ohnenick)Yo me tenía por una persona con arrojo, no es que no me asustara, aún me recuerdan los gritos que di en la última reunión de vecinos, en el garaje, cuando unas cucarachas hicieron su aparición (a saber si tenían alguna propuesta que aportar a la comunidad..). Pero eso eran cosas sin importancia, en las grandes cosas jamás tenía miedo. Esa ausencia de temor era lo que me daba la libertad de hacer lo que me viniera en gana, de hecho.
Pero lo de la ameba me tenía inesperadamente atemorizada, hasta el punto de que me pasaba el tiempo tumbada, por temor a que con el movimiento la ameba taladrara aún más mi cerebro. Pero lo cierto es que había algo de esta situación que me encantaba: Lola estaba realmente preocupada por mí. Normalmente no soportaría este estado vegetativo, dejando que sean los demás quienes resuelven. Pero si los demás son Lola, entonces es otra cosa, entonces prefiero alimentar esa sensación de debilidad, de dejarme proteger..- He estado investigando sobre la ameba esa, Najwa Nimri.. dijo Lola con una sonrisa.- Naegleria Fowleri, Lola, Naegleria Fowleri Y no me hagas reír que me cuesta mucho hacerlo sin moverme.. –le contesté. (Blasfuemia)
No moverme, no moverme, no moverme ¿pero cómo no me voy a mover cuando veo cómo Lola se me acerca para preguntarme cómo me va la ameba? ¿cómo aguantar las manos para no tocar ese pecho que se me echa encima con tanta frescura?No moverme, no moverme, no dar a la ameba comida, no moverme, no dejarla penetrar más en mi cerebro, no mirar a Lola, no buscarle los pechos, no tentar a la suerte ni a mí misma.No moverme, no moverme, no moverme, que la ameba se vaya de puro aburrimiento, pero que se quede Lola, cuidándome, protegiéndome de la ameba del agua, inclinándose sobre mí para acariciarme. No moverme, ay...(Marcela)

Ayyy!! esta ameba además de parásita estaba hecha toda una castradora, pues a medida que Lola se acercaba a mí aquélla protestaba aguijoneándome en mi querida y en otro tiempo libre cabecita. Se vé que aquel protozoo okupa no iba a dejarme ni un resquicio para poder deleitarme con la caricia que el movimiento de Lola prometía. Sin embargo, Lola no me acarició entonces, se limitó a mirar dentro de los agujeros de mi nariz, que ante mi sorpresa dilatados estaban.- ¿Y si atacaramos por aquí?, preguntó Lola.Los ojos verdes más bonitos de toda la oficina me miraban interrogantes y directos.No respondí. Parecía que nadie me hubiera hablado. Es más, hubiera jurado que la ameba era verde, como sus ojos, como mi coche, como...- Digo, que si llamáramos a un otorrino, con unas pinzas o un fórceps, -todo el mundo sabe que hay amebas más grandes que otras-, quizás te librarías de ese bicho que te está sorbiendo el seso.- Claro, claro, dije yo, buena idea.También sería buena idea olvidarme de esos ojos verdes que se sientan a mi lado de lunes a viernes, pensé. Porque, qué pensaba que era para mí Lola, es más, qué pensaba que era yo para ella. Compañeras. Llevábamos años trabajando juntas, nos llevábamos bien porque nuestros caracteres eran totalmente opuestos y nos compensábamos. No era lógico ir enamorándome de toda aquella que por circunstancias, -en este caso, laborales- cayera cerca de mí en este tiempo. Querer estar enamorada no es motivo para enamorarse. Y fundamentalmente no me gustaba Lola. Sólo sus ojos. Espectaculares. Pero no conozco a nadie que se haya casado por unos ojos.Todo ésto son bobadas, pensé en voz alta. Ya me enamoraría, o no. Lo realmente importante era librarse del parásito. Amores y parásitos, dije mirando al techo, bonito título para una tesis, y aparecían ante mí dos tochos encuadernados en verde, y en relieve, Amores y parásitos en los albores del s XXI. Bobadas, bobadas, se ve que la ameba se alimentaba bien porque mis pensamientos cada vez eran más incoherentes.Mientras yo cavilaba, Lola fue hacia su bolso para buscar el móvil. Tenía una amiga que conocía a un otorrino muy bueno -eso se dice siempre que se conoce a algún médico, para presumir, presumo- y se disponía a llamarla...

Errante

Amores y parásitos, amores parásitos, amores, parásitos, ojos verdes, garfio, cerebro, ameba…
Mi mente parecía haber entrado en una especie de bucle vertiginoso que me arrastraba hacia un abismo cada vez más profundo. Mientras repetía, una y otra vez, las mismas palabras, con la vista fija en la espalda de Lola, las imágenes se hacían más y más nítidas. Era su silueta, no tenía la menor duda, la que me protegía del sol abrasador, la que se recortaba contra los juncos de la orilla. Eran sus hombros, la forma en la ladeaba la cabeza…¡Dios Santo, su cabeza!
—Deja, deja, no llames.
Debió sorprenderle el tono imperativo de mi voz porque cerró el móvil con un golpe seco, se volvió, con la misma cadencia que lo había hecho entonces, y clavó sus ojos en los míos. Sus ojos. Eran sus ojos lo único que deseaba ver al despertar, los que me acompañaban en la soledad de las noches en las que no me reclamaba a su lado. Sus ojos, en los que me reflejaba cuando reíamos, los que me buscaban en medio de la multitud, los que me desnudaban, exigían, suplicaban. Sus ojos.
Me interrogó con la mirada. La misma mirada con la que me había interrogado aquella mañana, a principios de verano, hacía una eternidad, pocas horas antes de iniciar el ritual que la separaría de mí, ¿para siempre?

Tu turno,
Morgana.
 
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