Empecé a colorear mandalas para relajarme antes de ir a currar. Con el tiempo, lo he convertido en un rito. Casi todas las mañanas, después de desayunar, despliego mis lápices de colores, me enchufo al MP3, o no, y coloreo un ratito. 

Uno de los objetivos de esta técnica es dejar la mente en blanco, pero, la mente, tan suya, ella, decide ir a su bola y ofrecerme, sin que yo se lo pida, recuerdos e imágenes. Al terminar la sesión escribo lo que se me ha venido a la cabeza. En lo que escribo, suelo encontrar las claves para afrontar aquello que me preocupa, o me inquieta.
Estos días, en los que me ha dado por escuchar, de forma compulsiva, mientras lleno de color los mandalas, el Adagio para cuerdas, de Barber, que, cada vez, me arranca una o varias docenas de lágrimas, he recordado un episodio que ni siquiera es mío, pero que me ha dado un par de claves. He aquí el episodio. Las claves, casi que me las guardo.
Hace varios años, MC, la persona que me libera de realizar las tereas del hogar, las pasó de a kilo (y medio). Su marido no trabajaba, se les había acabado el paro y lo que ella ganaba, limpiando casas ajenas (entre ellas la de una de mis amigas del alma), apenas les daba para pagar las facturas fijas. No pasaban hambre, los padres de ella se ocupaban de que así fuera, pero no podían permitirse ni una sola alegría, ni una sola.
Un domingo por la tarde, a finales de mes, sin un duro en el bolsillo, con la nevera vacía y el ánimo por los suelos, la familia, madre, padre e hijo, que por aquel entonces tenía ocho o nueve años, salió a dar un paseo. Sin saber cómo ni por qué (así me lo contó ella), llegaron hasta una de las pastelerías más famosas de Avilés. Se pararon ante el escaparate. La visión de las tartas, los pasteles, los bollos, las pastas, que no podían permitirse, los hundió más, aún. MC es muy golosa. En aquella época arañaba de las vueltas de la compra las pesetas sueltas hasta que reunía el dinero suficiente para comprarse un pastel. A veces sólo podía permitirse uno a mes, o ninguno, porque, como buena mujer, antes de su pastel estaba la cajetilla de tabaco para él.
Deprimidos por la visión del escaparate, y la consciencia de su realidad, decidieron volver a casa. A mitad de camino, A, el hijo, se encontró mil pesetas en el suelo. Aquel dinero les hubiera arreglado mucho, sin embargo, no lo dudaron ni un instante, volvieron a la pastelería y se lo gastaron todo en chocolate y pasteles.
Aquel mismo verano, MC y J, su marido, volvían de cenar con una pareja amiga y tuvieron un accidente de coche. J se quedó más o menos como estaba, pero con una placa de titanio en las cervicales y el brazo izquierdo inútil. MC anduvo cinco meses con collarín, pero se recuperó perfectamente. Aparte de la pensión por invalidez permanente para J, el seguro del coche les pagó una indemnización millonaria. Lo suficiente para que MC no tuviera que volver a preocuparse de que J, poco aficionado al trabajo, lo encontrara, o no.