viernes, diciembre 07, 2007

La vida evocadora de los fotogramas



Esta semana he enterrado al último de mis tíos varones. Tenía ochenta y cinco años, pero pasó los últimos tres alejado del mundo la mayor parte del tiempo. Había días que ni conocía a mi tía, con la que compartió más de sesenta años, y le pedía que la llamara, que hiciera venir a aquella mujer guapísima de la que se enamoró y con la que envejeció.
Mi tío fue un hombre bueno (con sus cosas, como todo el mundo, pero bueno), recto, comprensivo, conciliador, generoso, alegre, divertido, trabajador honesto y esforzado, que dedicó su vida a su mujer y a sus cuatro hijos. Y a sus amigos, entre los que se encontraba mi padre, con los que se reunía, mientras pudo, cada tarde alrededor de un vaso, o dos, de vino.
Mi prima, con la que crecí, dice que tuvo una vida plena. Y así debió ser. Se desvivió por darles, a su mujer y a sus hijos, todo lo que él creía que necesitaban. Nunca le oí quejarse, ni pretender tener más de lo que podía conseguir con su trabajo. Nunca le oí criticar a nadie. Ni juzgar ni condenar.
En los últimos años, cuando los ictus cerebrales fueron mermando su consciencia y sus momentos de lucidez escaseaban, solía cantar las canciones de mi abuelo cuando estaba contento.
El suyo fue un atardecer muy parecido al que nos relata esta fantástica película que vimos el miércoles. A veces ausente. A veces consciente. A veces refugiándose en el pasado. A veces rebelándose contra la enfermedad que lo condenó a la inconsciencia y una silla de ruedas. A veces disfrutando plácidamente al sol del medio día, con la mirada perdida . A veces tomándose su vasín de vino a la hora del aperitivo, mientras su mujer y su cuñada, mi madre, se quitaban la palabra la una a la otra.
Sé que se fue con una espina muy grande clavada en el corazón, probablemente la misma que tendrá quien se la clavó, su hijo mayor, fruto de la incomprensión mutua, de los abismos que creamos cuando somos incapaces de mirar más allá de nuestras propias narices.
 
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