jueves, octubre 04, 2007

La vida dramática de las emociones


(Electra, William Blake)

Esta mañana me encontré a una de mis ex alumnas favoritas, a la que llamaré Ana. Nunca la había visto tan desesperada, ni siquiera cuando se drogaba a diario. Mientras duró nuestra conversación sus ojos se llenaron de lágrimas en varias ocasiones. No se permitio llorar, porque es una mujer dura y luchadora, a la que la vida ha hecho muy pocas concesiones, pero no pudo evitar contener la rabia y el dolor que la consumen cada vez que piensa en lo que se ha convertido su vida.
Cuando estaba en mi tutoría de 8º de EGB, la primera que tuve cuando llegué aquí, se escapó de casa con su mejor amiga, a quien llamaré Belén, y unos muchachos. Entre las dos consiguieron dinero para comprar un coche de enésima mano y se fueron a Bilbao a pillar costo, también con el dinero que ellas habían conseguido reunir. Ana vaciando la caja del bar que sus padres tenían entonces, Belén, vaciando la hucha de su hermano, en la que el muchacho guardaba el dinero que ganaba corriendo en bicicleta.
No llegaron a su destino. Los muchachos las dejaron en Santander, en la parada del autobús, con el dinero justo para el billete. Las recogí en Oviedo y las devolví a sus familias aquí, en Avilés.
Después de esa frustrada aventura, Belén, bajo la férrea vigilancia materna, estudió peluquería. Con sus primeros sueldos devolvió a su hermano las cuatrocientas mil pesetas que le había quitado. Hoy es empresaria de éxito, se ha casado y tiene un hijo de cinco años.
Ana se fue al instituto, pero no llegó a terminar el bachiller. La droga se cruzó en su camino, hasta que se quedó embarazada y se desenganchó para hacerse cargo de su hija. Trabajó en lo que le salía para sacarla adelante con la ayuda de su madre, mientras el padre de la criatura cumplia condena por tráfico de drogas.
Hace doce años conoció a su actual pareja, empezaron a vivir juntos y hace tres años tuvieron una niña que ha empezado a ir al mismo colegio que su madre y su hermana mayor.
Hasta esta mañana, yo pensaba, por lo que me iba contando cada vez que nos encontrábamos por el barrio, que le iba bien con su pareja y relativamente bien con su vida.
Recuerdo cuando me contó, entusiasmada, que había conseguido sacar el carné de primera, su primer trabajo como conductora de autobús escolar, su primer contrato fijo con una empresa seria. Empresa que la exprimió como un limón y la despidió cuando se quedó embarazada. En cuanto pudo, volvió a la carretera, pero los horarios eran tan abusivos que había días en los que no veía a su hija despierta. Lo dejó. De nuevo se buscó la vida en lo que le iba siendo hasta que, hace unos meses, se compró una furgo para montárselo por su cuenta, repartiendo paquetes, por sugerencia de un conocido. Tampoco tuvo suerte. También en esta ocasión la engañaron, así que no le quedó más remedio que entrar de aprendiz de carnicera en una cadena de supermercados en la que le pagan lo justo para afrontar las letras de la furgoneta, mientras espera a que le salga algo decente para poder amortizarla, y poco más.
Pero Ana no se queja del trabajo, ni de los horarios, ni del sueldo de miseria que le pagan por una jornada que nunca es la estipulada. El problema de Ana es él...
(continuará)
 
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