jueves, diciembre 28, 2006

La vida secreta de las palabras


La Bella Durmiente, como casi todas las heroinas infantiles, es una muchacha más bien tirando a sinsustancia, que para eso es mujer, antes que princesa. Mona, ella: alta, rubia, cuerpazo, tez pálida , ojos almendrados -¿verdes,quizás?-, mejillas sonrosadas, dientes de perla, labios de rubí... Mona, sí, pero sinsustancia, la pobre. Y desobediente, por más señas. Porque, vamos a ver, ¿no le ha dicho su padre, su padre, que no se le ocurra subir a la torre y, muchísimo menos, tocar ningún objeto punzante? Bueno, pues ella, que es de carácter inquieto, curioso e independiente (algo del todo reprobable en una mujer y más en una princesa -y si no que se lo pregunten a Letizia Ortiz), va, desobedece y ¡zas!, la arma. Ya no es que pringue ella sola por su curiosidad malsana, su desobediencia y su mala cabeza, no, es que por su culpa se fastidia todo el palacio.
Menos mal que, no se sabe de dónde ni por qué causa, aparece el muchacho, que es príncipe, se enamora de ella por su cara bonita (porque ya me dirás de qué se va a enamorar, el muchacho, si no cruzan ni media palabra) y aprovechando la circunstancia de que estaba dormida, y no se podía negar, la besa en los morros y la salva a ella y a toda su parentela.
Ella, agradecida (y emocionada, gracias por venir) no puede por menos que casarse con él, su salvador (y el de toda su parentela, servicio incluido), que es para lo que ha nacido toda mujer que se precie.
Y la bruja (mujer tenía que ser), malvada, envidiosa, rencorosa y vengativa, se queda con tres palmos de narices porque, a mayores, tampoco la invitan a la boda.
Lo que no se dice en el cuento es si la exclusiva se la dieron al ¡Hola!, aunque estoy por asegurar que sí.
 
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