martes, enero 18, 2011

La vida mágica de las palabras

Por mucho que diga el mi Edu que leer, lo que se dice leer, hay que leer en el sillón lector, u orejero, yo soy de las que he leído, y lee, en cualquier sitio, como se puede apreciar en este gráfico y en este otro.

A los 5 años, devorando uno de los tebeos que mi padre nos compraba cada domingo.

A los seis años, detrás del orejero, o sillón lector.
Ahora bien, mi lugar favorito, sin lugar a dudas, ha sido, y es, la cama. Desde que me alcanza la memoria, me recuerdo leyendo en ella. Quizás porque, durante los primeros años de la infancia, antes de empezar al colegio, y luego los sábados y los domingos, mi añorada tía E. me llevaba el desayuno (café con leche y rebanadas de pan con mantequilla), en una bandeja de patas, y me dejaba leer hasta que me cansaba; quizás porque como la televisión llegó a mi vida cuando ya me había hecho adicta, de aquella, no encontraba mayor placer que ponerme la cena en una bandeja y meterme en la cama a devorar las Torres de Malory, los cursos en Santa Clara, las aventuras del Club del Pino Solitario, Celia, Huckleberry Finn, Monsieur Poirot, los viajes a la luna, al centro de la tierra o el fondo del mar, las biografías de Josltomer, Cordera, Miguel Strogoff, Oliver Twist, Cyrano, y todo ese largo, larguísimo etcétera de personajes que me han acompañado desde que me enganché.
Pero hacía mucho, muchísimo tiempo, que no volvía a la cama, después de desayunar, o me preparaba la bandeja con la cena, y me instalaba en la cama a babear. Ni siquiera con “El viaje del elefante”, o “Caín”, que leí por la calle, durante mis paseos perrunos.

Lo que más me alegra es que haya sido ella, precisamente ella, la que me haya ayudado a recuperar una de mis costumbres favoritas de todos los tiempos.
 
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