sábado, julio 12, 2008

La vida inestable de la climatología, o

De la chancla a la chiruca, del pareo a la cazadora.
Me recibió mi Tierra, a principios de esta semana que se acaba, con tres esplendorosos días de sol, tres, como para compensar lo incompensable; como para que no me pesara demasiado la añoranza de otros días, brillantes y calurosos, vividos lejos de aquí; como para que las mañanas de frenética actividad laboral se diluyeran, por las tardes, entre las olas y la arena de Xagó y la paz de mi Bigaral.

Llegué al viernes exhausta, y mi Tierra me regaló una tarde fresca y lluviosa, para que pudiera recuperarme de la semanita con una buena siesta, antes de que llegara M. a tomar el café y a batirse el cobre conmigo, frente al tapete.
Arreció el temporal, por la noche, mientras veíamos pasar escenas de vida ajenas, y no tan ajenas, en la pantalla de un cine; mientras volvíamos a casa, con los pies encerrados, el cuerpo bien abrigado y el limpia a todo dar.

Hace poco, alguien me preguntó si no pensaba irme a vivir al Sur, en un futuro. Le respondí que no, que mi cuerpo y mi ánimo necesitan los días grises, la lluvia, el frío, el verde, los contrastes. Y (no se lo dije, pero lo pensé), el deseo de sol, cuando se cierra el cielo. Y la nostalgia de la lluvia. Y los horizontes cercanos. Y la añoranza de los cielos inabarcables.
 
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