lunes, octubre 08, 2007

La vida dramática de las emociones (II)



(Infierno, William Blake)
Antes de quedarse embarazada de su hija pequeña, Ana había convivido nueve años con él. Lo conocía. Sabía cómo funcionaba, lo que daba de sí, hasta dónde podía llegar.
Sabía, por ejemplo, que su infancia había sido tan desgraciada como la suya propia; que su padre era, y es, uno de esos hombres que maltrata a su familia, física y psicológicamente y que él, como ella, reproducía el modelo que había interiorizado durante su niñez; que reaccionaba de forma violenta ante la frustración y el desánimo; que, cuando se enfadaban, la insultaba, la despreciaba y la amenazaba, aunque nunca llegó a tocarla; que trabajaba un año y medio y luego se acogía a los meses de paro que le correspondían hasta agotarlos; que durante ese tiempo se levantaba a medio día y se pasaba la vida tirado en el sofá viendo la televisión o en el bar, con los amigos; que independientemente de que ella también trabajara fuera de casa, nunca hacía la cama, o iba a la compra, o limpiaba; que cuando se acababa el dinero y no había para tomarse una birra en el bar, el sofá seguía siendo una buena opción; que cuando ella no tenía trabajo y no había dinero para hacer frente a los gastos diarios, la suegra proveía hasta que se acababa el paro y no tenía más remedio que ponerse a currar otro año y medio; que, a pesar de pasarse la vida en el sofá o en el bar, le exigía que la comida estuviera hecha a su hora, y su ropa limpia, y la casa en orden, y la cama hecha; que nunca la apoyaba en sus proyectos; que sus cosas eran suyas y las de ella, de los dos, y que no es que no la quisiera, es que él era, y es, así.
Con este panorama, Ana, a regañadientes, aceptó quedarse embarazada. Esperaba que, con la llegada del bebé, él cambiara.
 
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