sábado, abril 02, 2011

La vida poco cocida, casi cruda, de la realidad

Escucho en la radio, RNE, por más señas, que se ha creado la Real Academia Española de Gastronomía , la RAEG —bonito, a la par que sonoro acrónimo, que, no sé por qué, me recuerda a la onomatopeya de vómito. La locutora, que se decía en tiempos de mi padre, que también lo fue, en Radio Asturias, entrevista al Presidente de la susodicha institución, don Rafael Ansón. Presidente, no podía ser de otra manera. Por supuesto, la gastronomía es cosa de hombres, como la restauración gastronómica, la Lengua, la Ciencia, la Historia y, por no extenderme, el mundo mundial.

Cocinar, cocinamos, mayoritariamente las mujeres, restaurar, restauran los hombres. Así ye, no tien mal que paecer.


Aquí, el plantelazo de afamados restauradores a los que se han concedido 3 estrellas REPSOL


Venía, yo, hacia mi casa pensando que igual, ya que se trata de una Real Academia de novísima creación, no como la RAE, que necesitó doscientos sesenta y cinco años para que sus estatutos permitieran que una mujer, Carmen Conde, se sentara en sus sillones, más concretamente en el sillón K, letra que, no sé si será coincidencia, ocupa dos páginas y cuarto en el DRAE y que, a su muerte, ocupó Ana Mª Matute.




Se conoce que hacer un diccionario no contribuyó lo suficiente a limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua española.



La misma Real Academia que impidió la entrada a María Moliner, no el siglo XIX, no, a finales del siglo pasado, en 1972. En el siglo XIX se la negaron a Gertrudis Gómez de Avellaneda, Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán.



Qué cosa, oyes, ¿no le ponen un sello a Carmen Conde cuando ya nadie escribe cartas?


Venía, yo, hacia mi casa pensando (¡estúpida inocencia!) que ya que hay una Ley Orgánica que promueve la igualdad efectiva de hombres y mujeres (la LO 3/2007, de 22 de marzo, para ser exacta), la RAEG sería un modelo de paridad, un espejo en el que se mirarían las demás Reales Academias, ejemplos vivientes de ese patriarcado trasnochado que nos domina.

Corro a Internet a buscar la página de la RAEG y, ¡oh sorpresa!, los académicos son, en su mayoría varones, como se puede apreciar en este gráfico.



Los señores reales académicos de la RAEG, y la cuota.


Llueve, en esta, mi pequeña villa provinciana. El cielo, tan azul y brillante, ayer, se ha vuelto a teñir de gris. La niebla envuelve las montañas que se ven desde mi ventana. El termómetro ha bajado quince grados, en menos de veinticuatro horas recordándome que aquí, en mi Asturias del alma, la Primavera sólo está en el calendario. Como las leyes de Igualdad. Como las aspiraciones de igualdad efectiva. Papel mojado, tan mojado como las calles de mi barrio.

miércoles, marzo 30, 2011

La vida dicharachera de los recuerdos

En mi primer viaje a Roma, hace treinta años (¡treinta!), me acompañó la mi Váyolet, una de mis más queridas y antiguas amigas. Váyolet, que reinó muchos años en la noche ovetense, y tuvo como súbditos a lo más florido del ambiente masculino local, no sabía ni lo que era un capitel. Yo, que ejercía con fruición de rata de biblioteca, apenas había dado mis primeros pasos en su mundo. Hicimos el tándem perfecto. De día, visitábamos los monumentos, de noche, melena al viento, minifalda, escote de escándalo, abanico en ristre, cenábamos en el Trastevere, nos dejábamos ver por las terrazas de moda —Piazza Navona, Piazza del Panteón—y acabábamos la noche en alguna de las muchas discotecas de la Ciudad Eterna.

Ligamos lo que no está en los escritos, en Roma y en todas las ciudades que recorrimos en aquel periplo de veintitantos días que hicimos por media Italia en mi Dyane-6. Sólo par de veces se me quejó, la mi Váyolet, a la que arrastré por las calles y los Foros, de iglesia en iglesia, una semana completa, casi siempre en coche, tengo que lo decir. Una, cuando, camino de Santa Maria Maggiore, me empeñé en visitar San Carlino alle Quattro Fontane. San Carlino se hallaba, a la sazón, ciuso per ferie, o per restauro, non posso ricordare, pero les cuatro fontanes y la maravillosa fachada de Borromini, ofrecían el mismo y deplorable estado en el que me las encontré ahora.

Al contemplar la suciedad de una y otras, la mi Váyolet, me sacó del trance de la contemplación para preguntarme, discreta en el tono, y la actitud, para no perturbarme en exceso:

—¿Era esto lo que veníamos a ver?

Esta vez me ha acompañado Obis*.

No he ligado nada, lo que se dice nada de nada, no me han llenado la mesa de rosas, como antaño, mientras tomaba café en el mismo establecimiento en el que lo hicieron Audrey Hepburn y Gregory Peck durante sus Vacaciones en Roma, he pagado religiosamente cenas, helados y cafés (no como entonces), y me he acostado antes de las once cada noche. Pero lo hemos pasado estupendamente, Obis y yo.

Fue un compañero perfecto, callado, discreto e infatigable. No protestó ni una sola vez por las larguísimas caminatas, durante las que permanecía a buen recaudo entre las hojas de mi Moleskine, y se prestó, sin rechistar, a cuantas fotos tuve a bien hacerle, para dejar constancia de su presencia en este viaje.

Escuchó atento todas mis explicaciones, y las de mis compañeras de viaje, se emocionó al contemplar las columnas del templo de Adriano, el Aracoeli, la Piazza del Campidoglio, el Panteón, la Capilla Sextina, la Escuela de Atenas, la fuente de Bernini en Piazza Navona y, por supuesto, San Carlino, sin comentar ni una palabra sobre el deplorable estado de les fontanes, negres como el carbón de la mina de La Camocha.

Hasta me ayudó a recordar ciertos detalles, cuando apuntaba en mi libretita las visitas del día, y me ha prometido que volverá conmigo a Roma, o a Venecia, o a Sebastopol, cuando yo quiera. A Venecia, de nuevo, pronto, Obis, muy pronto, le he asegurado.
*Biografía a posteriori.
 
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