sábado, marzo 31, 2007

La vida paradójica de las palabras


Hoy es mi cumple. A las diez menos cinco de la noche, hará cincuenta y dos años que me paseo (con garbo) por este mundo.
Cincuenta y dos. Me encanta la cifra. Un año par que suma cifra impar: siete, número mágico donde los haya.
Verdaderamente, cincuenta y dos son un porrón de años, aunque, como saben quienes han llegado hasta aquí y un poco más allá, una cosa es lo que dice la cronología y otra, muy diferente, lo que dice el cerebro. Mi cerebro me dice que sigo siendo más infantil que una peseta de cromos y casi tan ingenua como cuando los coleccionaba, con la ventaja de que ahora puedo comprarme un tacao sin que mi economía se resienta. Mi cerebro también me dice que soy más espabiladuca que a los veinte, mucho más payasa que a los treinta, menos responsable que a los cuarenta, tan inmadura como toda la vida y bastante más serena que cuando estrené esta decena.
Cuando era más joven solía pedir deseos al apagar las velas, pero desde hace una temporada, cuando empecé a madurar (un poquito, ¿eh?, sólo un poquito) doy las gracias por todo lo que la vida me ha regalado, y me sigue regalando.
Así que, cuando este medio día sople mis velas, en compañía de casi toda la familia, también daré las gracias y confiaré en que el Universo me regale aquello que más me convenga, en la seguridad de que, como siempre, acertará de pleno.
 
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